A veces siento que mi alma vuela sobre el Atlántico, mi mente se escapa de la tierra y no existe el espacio ni el tiempo, sino la unión continua y perfecta con ella, la que fue elegida desde el principio de los tiempos, la palabra precisa, la sonrisa perfecta, la mirada que te retiene en la pregunta eterna, el vacío, la nada y el todo a la vez.
No nos conocimos nunca, porque nos conocemos de siempre, desde la primera vibración de la materia en el pasado eterno. No existe una razón para que estemos juntos más que saber que hacemos parte de esa misma onda que se dividió hace tanto tiempo.
Y entonces no hay necesidad de buscar lo que siempre se tuvo, no existen las preguntas, solo la certeza, la certeza de que un alma tiene muchos cuerpos, que cambiamos e intercambiamos, prestamos, cedemos, vendemos, mueren, nacen, habitan esta y otras tierras. El mar del silencio nos lleva de un lado a otro y si por un momento olvidamos lo aprendido, si dejamos simplemente que el universo sea uno con nosotros nos encontramos ahí, en el fondo, mirando el sol a través de esa delgada capa que separa los dos fluidos que le han dado la vida a este cuerpo, transporte temporal de dos pasajeros simultaneos, compartido a medias con otras almas mientras perseguían su reflejo a través de la multitud. Las palabras que fluyen desde los labios y los dedos son una parte de esa alma que busca la noche, que se sabe habitante transitoria de todo, que solo encuentra consuelo en los brazos de su onda complementaria, de la resonancia, de la sincronía, de las partículas separadas que descubren que han seguido ligadas a pesar de ocupar lugares distintos en las dimensiones que aceptamos, pero concurrentes a través de la realidad inmutable. El tiempo no existe, solo existe el todo, y somos parte de él. Ella y yo somos uno, mirando el mundo desde la azotea de un rascacielos, escuchando el amanecer en la playa, sumergidos en el mar, de cara al sol.
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